domingo, 11 de marzo de 2007

PRESENTACIÓN DE ANAGNÓRISIS O EL AMOR OLVIDADO



EXTRACTO DE LA PRESENTACIÓN DE LA 2ª EDICIÓN DE LA NOVELA ANAGNÓRISIS O EL AMOR OLVIDADO DE ANTERO JIMÉNEZ





"Anagnórisis, es un helenismo cuyo significado es 'revelación' o 'reconocimiento' o 'descubrimiento.'
Pero significa mucho más:
Este término fue usado por primera vez por Aristóteles en su obra “Sobre la Poética”, y describe el instante de revelación, cuando la ignorancia da paso al conocimiento. De acuerdo con Aristóteles, el momento ideal para la anagnórisis es cuando coincide con la peripecia, es decir, en el preciso momento en el que gira la fortuna.
Anagnórisis es, por lo tanto, ese instante, casi mágico, en la tragedia clásica griega, en que ocurre ese momento crucial cuando todo se le revela e impacta al protagonista; esa revelación es por lo general siempre dramática. Por ejemplo, el descubrimiento por parte del héroe de alguna verdad sobre sí mismo o de algunos acontecimientos que van a significar, que ahora que los sabe, que toda la trama cambie de dirección, siendo el motivo, su reacción a esas noticias. La revelación de esta verdad (que ya era un hecho, pero simplemente el protagonista no la sabia) cambia de ahora en adelante la perspectiva y la reacción del héroe, el cual se adapta y se acomoda aceptando su destino y en consecuencia ayudando a que este ocurra.
Además del ejemplo que ya he ilustrado en la Odisea, otro ejemplo clásico de anagnórisis en el teatro Griego se puede encontrar en la obra Edipo Rey cuando Edipo se entera que la persona que había matado era su padre, y que su esposa es su madre. Este conocimiento marca toda la tragedia".

Si ustedes han leído la novela, habrán podido comprobar que no era posible ponerle un título distinto, puesto que el culmen de toda la trama es esa anagnórisis perfectamente fiel a la definición de su significado. El autor reitera con un segundo título, “El amor olvidado”, que complementa al primero. Observen ustedes, estos dos títulos juntos, son tan descriptivos, que desvelan el contenido fundamental de la novela: Sobre el protagonista se produce una anagnórisis, (absolutamente con todas las connotaciones que acabo de comentar) y, por si eso fuera poco, el segundo título nos comunica qué es eso que la produce. Está muy claro que el descubrimiento de un amor que el protagonista había olvidado y sin embargo continuaba latiente en su subconsciente…
Hasta ahora, aunque sólo me he centrado en el título, creo que ha dado tanto de sí, es tan enormemente descriptivo que sin pretenderlo he estado hablando del argumento de la novela. Pero de él podemos seguir sacando conclusiones y, según la sensibilidad de cada lector podría encuadrar la novela como trágica, o al menos dramática, pero el final es la gran sorpresa, Antero Jiménez, lo deja inacabado; - la vida del protagonista sigue… - porque la intención del autor es que cada cual interprete ese final, que sólo es un apunte en el epílogo, con un lenguaje simbólico. En él, Antero, juega con el paisaje y las luces para, sin decírselo dejar en el lector un cierto sabor agridulce. Y, como en todas sus obras literarias, también en ese epílogo, el paisaje cobra un significado más allá de lo que se describe para formar parte de un juego, también simbólico, en el que intenta enmarcar los sentimientos de los personajes. Quien conoce esta novela puede entender perfectamente cuáles son los sentimientos del protagonista, que tras las luces de ese amor, primero olvidado y después reencontrado, se esconde las sombras de ese otro amor perdido para siempre. Una herida de la que jamás se podrá recuperar nuestro protagonista.
El paisaje, en todas las obras literarias de Antero Jiménez, y como no, también en esta novela, como algo simbólico, forma parte de los propios personajes y describe sin duda ese estado de ánimo en el que se encuentra inmersos
Para el autor de Anagnórisis o El Amor Olvidado, el argumento, la trama, no es lo más trascendente, sin por ello quitarle la importancia que tiene, puesto que sin ese argumento el libro sería otra cosa y no una novela. Antero Jiménez le da una importancia fundamental a la descripción, y logra llegar a un equilibrio armonioso con lo que es pura narración; así consigue que muchas páginas de sus novelas sean poesía, buscando los escenarios adecuados para poder emplear un lenguaje poético que suavice el dramatismo de los personajes, y los dote de una cierta ternura.

Veamos como ejemplo el capítulo VII de “Anagnórisis o El Amor olvidado”:

“El tiempo es como la gran losa que, invisible, aplasta la libertad de los hombres. Nacemos sin saberlo e, inmediatamente Cronos nos acoge para devorarnos lentamente. De forma imperceptible, nos convierte en sus esclavos, y toda nuestra vida transcurre como una ceremonia de movimientos periódicos alrededor del poderoso dios. Nuestra existencia gira en la noria gigante del tiempo que acelera su ritmo, que desencadena su voraz apetito en las postrimerías de su juego.
Mi niñez, a partir de los diez años, transcurrió lenta, marcada por la ausencia de mi madre y la cárcel del internado. Transcurrió lenta a través de mi propia indefinición, de mis insatisfacciones de niño violentado en su propia naturaleza. Transcurrió lenta para el adolescente que, jugando con su pensamiento, sólo podía concretar sus definiciones a través de fantasías idílicas. De una primera infancia pletórica; en la que la libertad fue mi compañera inseparable, en la que, ni los campos de mi pueblo eran fronteras, pasé a la más atroz de las cárceles... Hasta los diez años correteé por todas las calles de Torredelcampo, recorrí sus pequeños vallecillos y subí a todas sus colinas; me arrastré en las eras, jugué a esconderme entre las zarzas, me zambullí en su arroyo e hice cuantas travesuras podían esperarse de mí. Mi ser fue la propia libertad que nacía de la inconsciencia de la infancia y se agrandaba por la idiosincrasia del pueblo y, tal vez, porque así vivían, en aquellos tiempos, todos los niños de todos los pueblos.
Desde un poco más arriba de la lindera de mi cortijo, desde la falda norte de Jabalcuz, se ve un pueblo de casas blancas, al pie del Miguelico y Los Morteros, dándole entrada a la inmensa campiña que se pierde en el horizonte en el océano de olivares salpicados de islas amarillas de las mieses recién segadas. Hasta allí llegan, los crujidos de la trilla, y los aromas del viento cargado de pajas del trigo y la cebada del aviento , y se escuchan las "gañanas" que cantan los segadores al tórrido sol de julio, las "temporeras" acompañadas por el rugido chirriante de los dientes de la trilladora y acompasadas por las castañuelas del suave galopar de la mula, que da vueltas sobre vueltas en las eras torrecampeñas. Desde allí, los caminos amarillos de siesta, serpentean su vagar hasta las calles del pueblo y desde la Fuente Nueva se hacen casas blancas en geométricas irregularidades, hasta descansar sobre el arroyo Santa Ana, que, como un espejito de plata, le da el resplandor de estrella al pueblo de Torredelcampo.
Yo jugaba en sus calles e iba muchas veces andando hasta Cuesta Negra en busca de mi poni, el que me regaló mi padre cuando cumplí los ocho años, a horcajadas trotaba sobre las veredas, y el animalillo, conociendo mi condición de niño, cuidaba de mí como si de su hijo se tratara: Su galopar lo hacía suave, y cuando notaba que yo me agarraba fuertemente a sus crines, sentía mi miedo y, rápidamente, se frenaba hasta unos trotecillos que terminaban en un andar lento y sereno, con un movimiento de su trasero que a todos causaba risa. El animal conocía todas las calles del pueblo y todos los senderos que llevaban a los parajes en los que los niños solíamos jugar: a la Pilica, a los Puentecillos, a la "Cañá Lucás". Cuando, subido a su lomo, yo no lo dirigía a ningún sitio, él caminaba sin rumbo buscando las calles más empinadas, y sólo se paraba cuando veía un corro de niños de mi edad. Entonces me apeaba y él, con una paciencia infinita, contemplaba nuestros juegos sin moverse del sitio en el que lo había dejado. Allí permanecía las horas muertas hasta que de nuevo lo montaba y, solo, callado, sin yo decirle nada, me llevaba hasta mi casa.
Mi poni era el compañero inseparable en todas mis correrías infantiles. Unas veces en Cuesta Negra, otras en el pueblo, el caballo compartía mis juegos y los de mis amigos, era testigo de las travesuras que, ideadas por Curro, ejecutábamos entre ambos. Era testigo mudo, y permanecía impávido, o, a veces, en pocas ocasiones, nos regañaba con un suave relincho, nos miraba con sus ojos grandes y luego inclinaba su enorme cabezota... El animal comprendía que algo malo estábamos haciendo... El día en el que, con nuestros tirachinas, nos dedicamos a romper los tiestos de las macetas que pendían de los balcones de la calle Aguilar, Aquiles - como lo bautizó mi padre, seguramente por las patas tan fuertes y gruesas que tenía - se puso muy inquieto. Esta vez no relinchó, sino que comenzó a darnos empelladas con su hocico, a empujarnos, como invitándonos a la huida. A tiempo pudimos escapar de los "serenos", que, vergajo en mano, venían a sacudirnos. Aquiles era muy entendido y más sensato que los niños de mi pueblo... “

Ese equilibrio hace que las novelas de Antero, tengan un cierto intimismo, de tal manera que provoquen en el lector situaciones de cierto sosiego a pesar del tremendo dramatismo de lo que en ellas se narra.
Y eso es porque, aunque quiere comunicarles el drama que viven los personajes, su deseo es que los lectores no lo sufran, como suele ocurrir en los culebrones televisivos en los que, precisamente, es lo dramático lo que se acentúa para poder contagiar al espectador, de manera que logre provocar la pena por el personaje, y si ello hace llorar a los espectadores, mucho mejor.
No, por favor, no es este tipo de drama el que envuelve a los protagonistas de la novela de Antero Jiménez, sino por el contrario, la atmósfera que crea en el lector, es de cercanía a esos personajes; un clima de mutua complicidad de modo que a esos seres de ficción los podamos reconocer en notros mismos. Que reconozcamos en ellos nuestras propias emociones, nuestras grandezas y nuestras debilidades. Para que nos hagan pensar y puedan, incluso, hacernos dudar de nuestra propia visión del mundo, porque, es evidente que de la duda surge el verdadero conocimiento y el verdadero conocimiento nos puede ayudar a ser más felices.
Indudablemente, todos somos una suma de momentos. Mejor dicho la consecuencia de esa suma de momentos, y para lograr que los lectores puedan sentir todo eso que al autor le gustarían que sintieran al leer sus novelas, desgrana todos esos momentos que son la clave en la vida de ese ser de ficción y los dota de una personalidad inconfundible, pero sobre todo, como decía antes, de esa ternura que suavice el dramatismo de cualquier vida. También deben quedar perfectamente definidas las circunstancias de cada uno de esos momentos.
No cabe duda de que el paisaje es una circunstancia en cada uno de los momentos que vive cada persona y ese paisaje produce las emociones más variadas en perfecta sintonía con el resto de las circunstancias de ese individuo, y, naturalmente con esa que llamamos sensibilidad que es una cualidad mediante la que el sujeto responde a los estímulo tanto intrínsecos, como extrínsecos provocando las emociones. Pero no es posible retratar a un personaje si no somos capaces de dar a conocer cuales son sus emociones ante distintos estímulos, por ello, Antero Jiménez, considera esencial que, en el estudio que hace de sus personajes, quede claramente reflejadas cada una de sus emociones en cada momento de la vida de ficción que les hace vivir.

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